lunes, 8 de febrero de 2016

Regalos del día a día

Me encanta Salamanca. Es preciosa. Sus calles, su plaza Mayor, sus catedrales, sus iglesias y casas, su universidad, su frío seco de los días soleados de invierno... 

Estas pasadas navidades he pasado unos días en la capital charra. Estaba alojado en medio de un entorno privilegiado; entre las catedrales y el huerto de Calixto y Melibea (ya sabéis, los de la Celestina). Os pongo abajo una foto para que veáis lo que me encontraba cada vez que salía a la calle: al fondo podéis ver la torre de la catedral nueva y en primer plano el cimborrio románico (es lo que más me gusta de todo) y el ábside de la catedral vieja.



Muchas veces he pensado que me parecería un delito vivir en Salamanca, concretamente donde estaba alojado, y que cada día al salir de casa no quedarme pasmado mirando estas maravillas durante, al menos, 10 minutos. Y es que, en medio de nuestras prisas, podemos acostumbrarnos a vivir cosas extraordinarias en nuestro día a día y no darnos cuenta: regalos que Dios nos hace y que por falta de sensibilidad no los apreciamos y no los sabemos agradecer. 

No todos vivimos en Salamanca, pero pienso que hay muchos 'entornos' similares a este en cada una de nuestras vidas y que también corremos el riesgo de no apreciarlos. Quizá se trate de una obra artística como en este caso la que te debería hacer levantar la mirada y el corazón. O la letra de una canción. O quizá ese desayuno preparado al levantarte, esa conversación en la que compartes lo más íntimo y en la que te sientes escuchado, esa sonrisa que se te regala en mitad de una situación desconcertante y dolorosa... O, quizá, esa pequeña vela que arde y señala Quién es el que habita en esa 'cajita'. Porque podemos acostumbrarnos y no disfrutar de la locura de un Dios que se hace pan, lo más común y cotidiano. Un Dios que simplemente está, que siempre nos espera y se nos regala. Un Dios que ha dicho que su "delicia es estar con los hijos de los hombres" (Proverbios 8, 31).

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