martes, 31 de enero de 2017

Hipocresía

Esta entrada no es una reflexión mía, sino que la tomo de un libro que me está haciendo mucho bien titulado "Contemplando la Trinidad", del Padre Raniero Cantalamessa, predicador oficial del Papa desde el año 1980. Me parece un tema y un enfoque tremendamente sugerente y actual; creo que este último año me lo he leído como 8 ó 9 veces... y cada vez saco más fruto. Copio aquí gran parte del texto, aunque he quitado o adaptado alguna parte.

Dios no deja de ser simple por ser Trinidad
Contemplando la Trinidad vencer la odiosa hipocresía del mundo

(...) Jesús llama a la hipocresía fermento, "el fermento de los fariseos" (Lc 12, 1). Y es ciertamente un fermento "capaz de hacer fermentar toda la masa" (1 Cor 5, 6), es decir, de corromper todos nuestros actos, no sólo los malos, sino también y sobre todo los buenos.

Es sorprendente que este pecado - el más denunciado por Dios en la Biblia y por Cristo en los Evangelios- apenas cuente en nuestros exámenes ordinarios de conciencia. El mayor acto de hipocresía sería... ocultar la propia hipocresía. Esconderla a uno mismo, porque no es posible ocultarla a Dios. "Si decimos estar sin pecado [añadimos de hipocresía], nos engañamos a nosotros mismos y la verdad de Dios no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Dios, que es justo y fiel, perdonará nuestros pecados y nos purificará de toda iniquidad" (1 Jn 1, 8-9). La hipocresía se vence en gran parte desde el mismo momento que la reconocemos.



El hombre - escribió Pascal- tiene dos vidas: una es la verdadera, otra la imaginaria que viven en la opinión propia o en la de los demás. Trabajamos por embellecer y conservar nuestro ser imaginario y descuidamos el verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos apresuramos a hacerlo saber, de un modo u otro, para alimentar con dicha virtud o mérito nuestro ser imaginario. Estamos dispuestos a prescindir de algo del ser verdadero, para que engorde el yo imaginario, hasta llegar a ser cobardes, con tal de parecer valientes y dar incluso la vida, con tal de que la gente lo comente.

Para mejor combatir la hipocresía tratemos de descubrir el origen y significado del término. La palabra viene del lenguaje teatral. Al comienzo significaba sencillamente recitar, representar una escena. A los antiguos no les pasaba por alto el intrínseco elemento de mentira que conlleva toda representación escénica, a pesar del alto valor moral y artístico que se le reconoce. De aquí el juicio negativo que se atribuía al papel de actor, reservado, en ciertos períodos, a los esclavos y, a veces prohibido por los apologistas cristianos. El dolor y la alegría representados y enfatizados no son verdadero dolor ni verdadera alegría, sino apariencia, ficción. A las palabras y actitudes externas no corresponde la realidad íntima de los sentimientos.

Usamos la palabra ficción en sentido neutral o incluso positivo (se trata de un género literario y de espectáculo muy en boga en nuestros días); los antiguos le daban el sentido que tiene en realidad: fingimiento. Lo que tenía de negativo la ficción escénica ha pasado a la palabra hipocresía. de una palabra originalmente neutra se ha pasado a una de las pocas palabras con significado exclusivamente negativo. Se puede uno vanagloriar de ser orgulloso o libertino, pero nadie de ser hipócrita.

El origen del término nos pone en el rastro para descubrir la naturaleza de la hipocresía. Consiste en hacer de la vida un teatro en el que se recita para la galería; es ponerse una máscara, cesar de ser persona para convertirse en personaje.

Esta tendencia innata del hombre se ha incrementado enormemente en la cultura actual dominada por la imagen, la industria del cine y sobre todo de la televisión. Descartes dijo: "pienso, luego existo", pero hoy se tiende a sustituirlo con "aparezco, luego existo". Un famoso moralista ha definido la hipocresía como "el tributo que el vicio paga a la virtud". En nuestros días constatamos en el mundo una especie de hipocresía al revés. Se inventan pecados no cometidos para no parecer menos libres y sin prejuicios que los demás; jóvenes de ambos sexos se vanaglorían de aventuras que, quizás nunca han vivido, para no parecer menos que sus compañeros. La hipocresía se ha convertido en el tributo que la virtud paga al vicio.

Desgraciadamente, junto a esta hipocresía al revés, continúa existiendo en el mundo la vieja hipocresía que asedia sobre todo a las personas más piadosas y religiosas. Un rabino del tiempo de Cristo decía que el 90% de la hipocresía del mundo se encontraba en Jerusalén. El motivo es sencillo: a mayor estima de los valores del espíritu, de la piedad y la virtud, tanto mayor es la tentación de aparentarlos para no verse privado de ellos.

Otro peligro proviene de la multitud de ritos que las personas piadosas suelen cumplir y las prescripciones que se obligan a observar. Si no van acompañados por un serio esfuerzo de infundirles alma, mediante el amor a Dios y al prójimo, se pueden convertir en cáscaras vacías. "Estas cosas - dice San Pablo refiriéndose a ciertos ritos y prescripciones exteriores- implican presunción de sabiduría por lo que mira a la falsa piedad, humildad y austeridad respecto al cuerpo, ni son de mérito alguno porque sólo tienden a satisfacer a la carne" (Col 2, 23). En este caso, dice el Apóstol, las personas conservan "la apariencia de la piedad, pero han renegado de la fuerza interior" (2 Tim 3,5).

Si nos preguntamos por qué la hipocresía es tan abominable a los ojos de Dios, la respuesta es clara. En la hipocresía el hombre rebaja a Dios, lo reduce a un segundo puesto, colocando en el primero a las criaturas, al público. Es como si en presencia del rey uno le diese la espalda para prestar toda su atención solamente a los siervos. "El hombre mira las apariencias, el Señor al corazón" (1 Sam 16, 7). Cultivar más la apariencia que el corazón significa automáticamente conceder más importancia al hombre que a Dios.

La hipocresía es, pues, sencillamente falta de fe, una forma de idolatría, en cuanto que pone a las criaturas en el puesto del Creador. Jesús indica que la hipocresía proviene de la incapacidad de sus enemigos de creer en él. "¿Cómo podéis creer, vosotros que buscáis la gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene solo de Dios?" (Jn 5, 44).

La hipocresía falta también a la caridad con el prójimo porque tiende a reducir a los hermanos a meros admiradores. No les reconoce una dignidad propia, sino que los considera solamente en función de la propia imagen.



El juicio de Cristo sobre la hipocresía es como una espada flamígera; se dicen en Mt 6, 2 que los hipócritas "ya han recibido su recompensa", han firmado un finiquito, no pueden esperar más. Recompensa, después de todo, ilusoria y contrapoducente incluso a nivel humano. Se ha dicho, y es cierto, que la gloria huye del que la sigue y sigue al que huye de ella.

Lo peor que se puede hacer, al concluir la descripción sobre la hipocresía, es servirse de ella para juzgar a los demás. Es propio de aquellos a los que Jesús aplica el título de hipócritas: "Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo y luego verás bien para quitar la mota del ojo de tu hermano" (Mt 7, 5).

Ázimos de sinceridad

Veamos el ideal y el remedio que la palabra de Dios contrapone a la hipocresía. "Extirpad -escribe el Apóstol a los Corintios- la levadura vieja, para ser una masa nueva, puesto que sois ázimos. Ya qeu Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Por consiguiente, celebremos la fiesta no con vieja levadura, ni con levadura de maldad y perversidad, sino con ázimos de sinceridad y verdad" (1 Cor 5, 7-8).

Parece que este texto se escribió ante la inminencia de las fiestas pascuales. La fiesta que el Apóstol invita a celebrar no es, pues, una fiesta cualquiera, sino la fiesta por excelencia, la única fiesta que el cristianismo conocerá en los tres primeros siglos de su historia, la Pascua. Tenemos aquí la primera mención de la existencia de una fiesta cristiana de Pascua.

La víspera de Pascua, el 13 de Nisán, el ritual hebreo prescribía que la dueña de casa recorriese con la luz de una candela toda la casa, revisando los rincones, para que desapareciera cualquier brizna de pan fermentado y celebrar así, al día siguiente, la Pascua solo con pan ázimo (la levadura era para los hebreos sinónimo de corrupción, mientras que el pan ázimo lo era de pureza, novedad e integridad). San Pablo ve en esta realidad una grandiosa metáfora de toda la vida cristiana. Cristo ha sido inmolado; Él es nuestra verdadera Pascua, la antigua era sólo un anuncio y figura; es necesario, pues, limpiar la casa interior, el corazón, despojarse de todo lo viejo y corrupto, para ser "una masa nueva". La palabra más interesante usada por el Apóstol a este respecto es "sinceridad", que proviene del griego y quiere decir que algo se ha examinado a la luz del sol y se ha visto que era puro, algo de una transparencia solar.



Conozco una hermosa fábula titulada El país del vidrio. Habla de uno que acaba, por arte de magia, en un país todo de vidrio: casas de vidrio, pájaros de vidrio, árboles de vidrio, personas parecidas a graciosas estatuillas de vidrio. Sin embargo, ninguna acabó rota porque todas aprendieron a moverse con delicadeza para no hacerse daño. Las personas, al encontrarse, responde a las preguntas antes de que se las formulen porque incluso los pensamientos están patentes, son transparentes; nadie trata de mentir, sabiendo que todos pueden leer lo que bullen en la mente. 

Muy pronto el protagonista se habitúa a su nueva vida y cuando un día le hacen regresar al mundo normal lo pasa mal y exclama: "No puedo vivir en un país que no sea de vidrio. Necesito la sinceridad de la gente, preciso de gestos y voces delicadas". Sólo se resigna cuando su guía le dice: "Ahora tu deber es vivir aquí como vivías en el país de vidrio y contagiar a los demás haciéndoles similares a los habitantes del país de vidrio".

El verdadero país de vidrio (incluso de cristal, según el Apocalipsis) es el cielo, donde todos son transparentes y no habrá ya nada oculto o por esconder. Pero debemos comenzar a vivir aquí como en la Jerusalén celestial. Vivir, por consiguiente, como si nuestros pensamientos estuviesen patentes y fuesen legibles para todos (por lo menos lo son para uno: Dios) y las palabras no pudiesen ya ocultarlos o falsificarlos. Tratemos de imaginar por un momento cómo sería nuestra convivencia en la familia, en la comunidad religiosa, en la Iglesia... Quizás nos produce escalofríos el pensarlo, sin embargo es muy saludable esforzarse por practicarlo.

Si la hipocresía consiste también en mostrar el bien no hecho, un remedio eficaz para contrarrestar esta tendencia es ocultar el bien que se hace; dar importancia a esos gestos ocultos que no se echarán a perder por miradas terrenas pero conservarán todo su aroma para Dios. Dice San Juan de la Cruz: "Más agrada a Dios una obra, por pequeña que sea, hecha en lo escondido, no teniendo voluntad de que se sepa, que mil hechas con gana de que las sepan los hombres". Y también: "La obra pura y entera hecha por Dios, en el seno puro, hace reino entero para su dueño".

Jesús recomienda insistentemente esta práctica: "Ora en secreto... ayuna en secreto... da limosna en secreto... y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará" (Mt 6, 4-18). Son detalles para con Dios que tonifican el alma. No se trata de hacer de todo esto una norma fija. Jesús dice también: "Brille así vuestra luz entre los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16). Se trata de distinguir cuando está bien que lo vean los otros y cuando está mejor que no lo vean.

María reflejo de la simplicidad divina

Tenemos un reflejo en la tierra de la simplicidad divina: María. A través de los Evangelios ella se nos muestra como la simplicidad personificada: el espíritu de María es maravillosamente puro, porque mientras se le concede un honor tan grande no se deja llevar por la tentación, sino como si no viera, permanece en el camino recto, aferrándose únicamente a la bondad divina, no basando en sus bienes la propia gloria, no busca el propio interés, por l oque puede ciertamente cantar con toda razón "exulta mi espíritu en Dios". María realizó a la perfección la transparencia pascual, su vida es de una transparencia solar.

A ella le pedimos que nos obtenga de Dios el don de ser, como nos exhorta su Hijo, "sencillos como palomas", aún cuando la necesidad o el cargo nos obligue también a ser "prudentes como serpientes" (Mt 10, 16).