jueves, 22 de diciembre de 2016

Dejarnos sorprender en Belén

Parece que fue ayer cuando empezábamos el Adviento... y ya suenan las voces agudas de los niños que nos cantan los números de la lotería. Esas voces me sacuden y me sacan de mi letargo, recordándome que la Navidad ya está aquí. A mí este año me da la sensación de que el Adviento se me ha pasado sin ser consciente de nada, vamos, que no me ha servido mucho de preparación o, al menos, que esta podría haber sido claramente mejor.

 

La imagen que me viene de este Adviento sería la de una cerilla: al rozarla contra la caja salta la llama viva, fogueante y explosiva. Luego va consumiendo la parte de madera, hasta que llega un momento que debes resignarte a tirarla o apagarla porque te quema los dedos. Recuerdo el primer domingo de Adviento como ese tiempo de propósitos, de ilusión, de decir que este año "sí que voy a prepararme bien", de dejarme caldear el corazón al calor de la fiesta de la Inmaculada... Pasó ese fogueo inicial y el tiempo fue pasando, la madera se fue quemando. Y ahora me encuentro con que la llama me empieza a quemar los dedos.

Creo que uno de los peligros que tengo tras constatar esa falta de preparación es creer que, como no me siento preparado, Dios no va a nacer en mí estas Navidades. Y esto, de nuevo, me trae a la mente una imagen y una historia bien conocida por nosotros pero quizá un poco idealizada y no interiorizada: cuentan que hace más de 2000 años se esperaba que Dios naciese en un palacio, entre los grandes, lleno de riquezas... pero que Él eligió la pobreza y la sencillez de una cueva-establo, el calor del aire exhalado por unos animales y el cuidado de una madre y un padre 'apurados' porque no le podían ofrecer nada mejor. Y esto me llena de esperanza: constato mis limitaciones y pobrezas y es ahí donde me veo llamado a crecer en confianza de que Dios puede nacer. Es la lógica loca de un Dios que creemos conocer pero que siempre nos desconcierta con su humildad y su Amor.


Y puestos a enumerar peligros para no vivir la Navidad me atrevo a proponer otro; el de estar tan preocupados de ciertas cosas que no nos dejemos sorprender por el Dios-niño que nace donde y en quien menos nos esperamos. De nuevo vuelvo la mirada a Belén, esta vez la poso sobre el posadero. Se me ocurre pensar que quizá estuviese totalmente volcado en atender a toda la gente que había acudido para el censo, incluso puede que se desviviese por los demás de forma semi-altruista (creo que para nuestra comodidad mental siempre lo etiquetamos como un ser ávaro que sólo piensa en el dinero cuando no sabemos nada de él). En esas llaman a la puerta y se encuentra con un hombre que pide sitio para él y su mujer que está unos metros más allá montada en un pollino; quizá el posadero dudó, pero finalmente les dijo que "no había sitio en la posada para ellos". Nosotros también podemos poner la excusa de que estamos ocupados en cosas que, incluso, pueden ser buenas. Pero Dios sorprende... Navidad es estar abierto a las sorpresas de Dios en nuestra vida.

¡Feliz Navidad, que dejemos al Niño nacer en medio de nuestras limitaciones y preocupaciones!

lunes, 7 de noviembre de 2016

Buscando respuestas

Hace unos meses leía en una red social un comentario que me llamó la atención. Rezaba así: "no quiero respuestas, sólo libertad y seguirme equivocando". He de reconocer que me impactó la frase y me ha dado que pensar. Desde el principio el planteamiento me rechinaba y lo rechazaba, ya que no concuerda para nada con mi forma de pensar. Sin embargo me veía en la necesidad de responder a esa frase y esto me ha llevado un tiempo. Lo hago desde estas líneas, sabiendo que las posibilidades de que la persona que escribió esa frase lea esto son menores que las de que me toque el gordo de navidad (aún contando con qué nunca compro nada de lotería...).
Podría empezar por analizar el tema de la libertad, de qué es la libertad y el concepto de la misma que emana de esta frase... pero me veo arrastrado a tomar otro camino: el de la búsqueda de la verdad. En el fondo creo que están muy relacionadas (libertad y verdad), ya que, como dijo Jesús hace dos milenios, "la verdad os hará libres" (Jn 8, 32). Desde mi punto de vista esa búsqueda de la verdad conlleva el hacerse preguntas y, por tanto, buscar respuestas. De ahí que creo que para llegar a ser libres necesitamos respuestas, al contrario de lo que proponía la frasecita de marras. 

Junto con esto creo firmemente que
 la manera más cómoda de soportar una vida sin respuestas es ahogar todas las preguntas. Porque, reconozcámoslo, muchas veces es incómodo hacernos ciertas preguntas; preguntas que muchas veces nos ponen al borde del precipicio y hacen que quizá se tambaleen los cimientos de nuestras creencias. Y ahora particularizo esto para los que somos creyentes: creo que no debemos tener miedo a plantearnos preguntas hasta el fondo, partiendo de que estoy convencido de que toda búsqueda sincera y humilde de la verdad nos lleva a Cristo. Él mismo lo dijo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6).


Creo que son indispensables para ello esas dos actitudes que he citado: sinceridad y humildad. Sinceridad con nosotros mismos, porque hay veces que nos cuesta asumir LA verdad y que en el fondo estemos buscando NUESTRA verdad... y puede que no sean lo mismo. Humildad para dejarnos ayudar en esa búsqueda y, a la vez, para no plantearnos siempre todo, sino ir avanzando. Nuestra fe (la católica) no es una fe de la razón (creemos en la revelación en la persona de Jesús, no podríamos llegar a saberlo todo únicamente por la razón), pero a la vez es una fe RAZONABLE. Necesitamos razonar nuestra fe, hacernos preguntas para madurar y también para entrar en diálogo con el mundo que nos rodea y que no es cristiano, para dar testimonio de nuestra esperanza.Y en este dialogar con nuestro mundo otra certeza que tengo clavada en el corazón: no estamos llamados a ser signos de admiración, sino a ser signos de interrogación. Que no es lo mismo ni se le parece.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Humildad

Llevo varios meses con un tema que vuelve una y otra vez a mi cabeza, como las moscas en verano, como los trenes a la estación. Este tema no es otro que el de la humildad. Es como un deseo grabado a fuego en el corazón... del que muchas (muchísimas) veces no veo sino mi incapacidad de vivirlo. En este tiempo ha ido apareciendo en mi vida una frase y una certeza sobre este tema. 

Comenzaré por la frase: "la humildad es un caramelo que viene envuelto en un papel que es la humillación". Ha ido surgiendo poco a poco a lo largo de este tiempo, incluso al principio no sabía de quien era la frase; con el tiempo me enteré que, sin ser literal el enunciado, la repetía a menudo Abelardo de Armas. Para ser sincero diré que, así, a bote pronto, para mí la palabra humildad tenía una gran atracción, pero la palabra humillación conllevaba un gran rechazo. ¿Quién puede desear ser humillado? Si quiero ser humilde, ¿debo buscar ser humillado? Con el tiempo he ido profundizando en esto y voy cambiando ese rechazo, entendiendo que se trata más de una aceptación de muchas situaciones de la vida que de una búsqueda de humillación. Aceptación sí... de limitaciones de otros, pero principalmente personales, de las mías. Una aceptación serena, que no pasiva: que no pacta con la limitación o con la miseria, una aceptación que ejercita la paciencia, que busca, de nuevo, no cansarse nunca de estar empezando siempre. Una vez más. Siempre. De nuevo.


Y ahora voy con la certeza que se ha ido clavando en mi interior: Dios nos va educando para que vayamos creciendo en humildad. Y no siempre de la misma manera. Si vamos en plan 'gallitos', tipo salvadores del mundo y de la humanidad... la vida (Dios actuando a través de múltiples medios) nos 'da en la cresta', es decir, nos hace ver que nuestras fuerzas y capacidades son limitadas. ¡Cuántas veces lo hemos experimentado y cuántas veces volvemos a caer en la misma trampa! Sin embargo, si nos encontramos abatidos, si estamos 'de bajona', si palpamos nuestra fragilidad... Dios también está ahí para educarnos, recordándonos que nuestra miseria y pequeñez no es tan grande que no pueda ser superada por su fortaleza. Y eso también es humildad, el reconocer que Dios es más grande que nuestra limitación, que nuestra incapacidad puede ser superada por Su poder. ¡Qué pretencioso sería creer que Dios es menor que nuestros pecados y limitaciones!

Y es que hay limitaciones, miserias, pecados... (en definitiva humillaciones) en nuestra vida que a veces se ven o no desde fuera, pero que nos marcan y nos pesan. A veces nos llevan a dudar sobre la verdad de la frase del Evangelio donde Cristo nos dice: "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera" (Mateo 11, 28-30). Es una promesa del mismo Jesús, del Dios hecho hombre para mostrarnos su Amor... ¡y qué promesa más consoladora!


María es un espejo privilegiado donde mirar cómo va nuestra humildad: Ella, ante la invitación del Ángel en Nazaret no respondió diciendo 'sí, yo puedo' o 'no, soy incapaz'. Simplemente acogió la invitación, respondió con el 'hágase', como diciendo 'sí, Tú puedes hacer en mí', "porque para Dios nada hay imposible" (Lucas 1, 37).

lunes, 8 de agosto de 2016

Llamadas y respuestas

Es fácil constatar que no está de moda ser cristiano en nuestra sociedad occidental actual. Aunque también hay momentos y situaciones de subidón donde mola y da buen rollo ser cristiano: campamentos, convivencias, peregrinaciones... y por encima de todas ellas, las Jornadas Mundiales de la Juventud. Es como si cada 3 años hubiera una semana donde esas convicciones y prácticas que generalmente nos hacen quedar como "pardillos" en nuestro día a día se volvieran como elementos que 'nos dan puntos' y un cierto estatus dentro de nuestro entorno. Todo esto creo que no es malo en sí... pero me da cierto respeto e, incluso, cierto miedo, porque podemos caer en un postureo cristiano.



Dice San Ignacio que "no hay que hacer mudanza en tiempo de desolación". Es decir, que en los momentos que estamos de bajón no hay que tomar grandes decisiones o hacer cambios radicales en nuestra vida, que tenemos que seguir por la senda que trazamos en los momentos de serenidad. Yo me atrevo a completar esta máxima ignaciana: "no tomar decisiones trascendentales al calor del subidón", especialmente en el campo vocacional. 

Todos creo que hemos escuchado el testimonio de diversas personas que han iniciado o concretado diversos caminos vocacionales en estos momentos especiales de subidón (concretamente en las JMJ): llamadas al sacerdocio, al matrimonio, noviazgos que se consolidan o comienzan (quizá de estos sean de los que más conozcamos...), a la vida consagrada en sus diferentes ámbitos... Personalmente creo que el tema vocacional es algo clave en la vida de cada persona. Por tanto está genial que en estos momentos muchos jóvenes nos planteemos que quiere Dios de nosotros. Pero por otro lado está el miedo del que hablaba antes: nos podemos dejar llevar por la euforia, por el ambiente... Porque, seamos sinceros, no estará de moda en nuestra sociedad un planteamiento de vida serio - comprometido en cualquiera de las diferentes vocaciones (matrimonio, vida consagrada, sacerdocio...) pero mostrarlo en un ambiente así queda bien. Es la idea de antes: da estatus, te da puntos delante de los demás. Y anda que no nos gusta ganar puntos delante de los demás...

Por eso creo imprescindible discernir con calma esas llamadas de Dios que se han podido sentir en unas JMJ. La situación me recuerda a la parábola del sembrador de todos conocida (Mateo 13, 1-9): 

"El sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron. Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó. Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno" 

Me ayuda identificar la llamada de Dios con la semilla sembrada. El recibir una llamada en una situación de subidón se puede equiparar a la semilla que cae en pedregal; brota enseguida, pero al no tener consistencia nuestra vida se seca. O con la semilla caída entre zarzas, entre las mil complicaciones-espinos de nuestra vida que al volver de esas actividades 'top' siguen en medio de nuestra vida y que quizá habíamos olvidado temporalmente. La semilla debe caer en buena tierra, esa que se consolida y afianza en la vida ordinaria, en el día a día. En nuestra relación con Dios (oración) y en nuestra relación con los demás (caridad), que serán las que afirmen nuestra esperanza. ¡Qué importante ha sido en mi vida encontrar y confiar estas llamadas a personas muy concretas que me han ayudado a discernir!



Antes de acabar me gustaría hacer un último apunte sobre las llamadas de Dios y el discernimiento. Discernimiento en TODAS las llamadas. Repito, TODAS. Porque parece que sólo hay que discernir las llamadas al sacerdocio o a la vida consagrada... y así nos luce el pelo muchas veces dentro de la vocación matrimonial. De hecho me atrevería a decir que uno de los mayores retos que tenemos actualmente en la Iglesia es re-descubrir esta llamada a la vocación matrimonial; como es la más común, incluso la que compartimos con gente de nuestro entorno que no es cristiana, hace falta una sensibilidad especial para captar esa llamada de Dios e intentar responder en consecuencia. El comenzar un noviazgo en una actividad de subidón puede ser muy bonito, pero también peligroso: el ambiente ayuda, el viento sopla a favor, no se distinguen los espinos del tedioso día a día, la tierra parece muy profunda y fértil, se crea una imagen idealizada de la otra persona...

Pidamos la gracia de acoger esas llamadas de Dios y que se concreten en nuestra vida diaria. Me atrevo a decir que si lo extraordinario no toma carne en lo ordinario no vale para nada. Algo así sucedió en la Encarnación: el sí extraordinario de la Virgen permite a Dios hacerse carne, asumir el día a día, lo ordinario, lo gris del ser humano. Y desde ahí lo redime.

jueves, 9 de junio de 2016

Dejarse hacer

Cuando comienzas un camino hacia una meta ambiciosa muchas veces te asaltan dudas. Me atrevo a decir que estas (las dudas) son directamente proporcionales a la altura de la meta. Y si la meta es nada menos que la santidad... las dudas serán a menudo tus compañeras de camino. Preguntas que asaetean tu cabeza y tu corazón como "¿merece la pena?", "¿estoy en el camino hacia la meta?", "¿santo yo, de verdad?"... y seguro que puedes completar una larga lista. 



Otras veces no son simplemente dudas las que te asaltan al abordaje, sino fracasos, decepciones y limitaciones que palpas en tu vida. Y en ese punto es donde podemos caer en dos peligros aparentemente opuestos. El primero es caer en un voluntarismo; si me lo propongo firmemente, si pongo todo mi corazón y todas mis fuerzas, yo puedo, tarde o temprano podré llegar a ser santo. Quizá el ardor de la juventud nos hace muchas veces caer por esta pendiente. Menos mal que muy a menudo la propia vida (Dios actuando en lo cotidiano) nos hace darnos de bruces con la realidad y volvemos, de nuevo, a constatar nuestra incapacidad.

El segundo peligro, quizá más sutil, es creer que sólo podemos llegar a la santidad por una actuación extraordinaria de Dios, que Él puede hacer el milagro y cambiar nuestra vida. Parece muy sobrenatural, ¿dónde está el peligro? Pues en que si la santidad consiste únicamente en una actuación de Dios nosotros podemos adoptar una actitud pasiva en nuestra vida. Al fin y al cabo, si yo no puedo y Dios tiene que hacer un milagro para que yo sea santo sólo me queda esperar a que esto pase. De aquí podríamos concluir que da igual lo que hagas, que Dios hará milagros y que eso es la santidad. 

Voy descubriendo que la llamada a la santidad es algo mucho más grande; es la conjunción de ambos extremos, de volver a intentarlo una y otra vez tras cada caída unido a que necesitamos que Dios haga 'milagros' en nosotros. Es dejarse hacer; no es simplemente que Dios haga, si no que nosotros le dejemos a Él que haga. Dios siempre respeta nuestra libertad, es sagrada para Él. Y esta actitud de intentar que sea Dios el que haga en nosotros no es pasiva, requiere que estemos atentos a las señales que Dios va poniendo en nuestras vidas y que le demos permiso a que vaya actuando, poco a poco, como rocío mañanero que cala la tierra. 



En el fondo, esto del dejarse hacer suena como si Dios nos dijera "no quiero que sea mi obra, ni la tuya, sino la de los dos". Tenemos una maestra e intercesora privilegiada en este camino; Aquella que ante la invitación de Dios respondío "hágase en mí según tu palabra". 


domingo, 8 de mayo de 2016

Fracasos aparentes

En esta vida todos llegamos a probar, tarde o temprano, el sabor del fracaso. Y, desde mi humilde opinión, si no lo has hecho es porque no has intentado hacer nada que merezca la pena. Al fin y al cabo, la única manera de saber que no vas a perder nunca una batalla es huyendo de todas las que se te presenten en la vida. Pero, sirviéndome del argot guerrero, nuestra vida no es para no perder batallas... sino para ganar la guerra.


Como cristiano, cuando trato de profundizar en un tema siempre comienzo por preguntarme como lo vivió Cristo en su vida. Es curioso, muy curioso, pero todavía no he encontrado un tema humano en mi vida que no tenga su eco en la vida de este Hombre que vivió hace 2000 años y del que toda la información escrita que tenemos son un puñado de páginas. 

Volviendo al tema: ¿vivió Jesús el fracaso en su vida? Así como el trueno sigue al rayo, a mí tras esta pregunta se me viene a la cabeza lo que conocemos de su muerte; en la cruz, de la manera más cruel, más detestable en aquel tiempo, traicionado por uno de los suyos, negado por tres veces por aquel al que confió su legado, injuriado y maldecido por el pueblo al que vino a redimir, sintiéndose abandonado por el Padre... Podría seguir, pero quizá ya basta para explicar por donde voy. Jesús sintió en sus propias carnes el fracaso de una manera que quizá tú y yo sólo podemos vislumbrar. Siendo todo esto cierto, no considero, ni por asomo, a Jesús un fracasado. ¿Por qué? Porque humanamente su muerte podía parecer un fracaso, un fracaso humano, pero en realidad era un 'fracaso aparente' que quedó desenmascarado por la Resurrección. Jamás, repito, jamás, el Amor será un fracaso; podrá ser un 'fracaso aparente' como mucho.


¡Cuánto me falta a mí para llegar a vivir esto! Cuánto me falta creerme que el oro para relucir tiene que pasar primero por el crisol, cuánto me cuesta vivir de fe y no tirar la toalla ante el primer fracaso aparente... Cuántas veces, al palpar mis fracasos de manera objetiva, creo que son definitivos, que no tienen vuelta atrás, que no son aparentes. De aquí la importancia de saber cuál es la meta. Tenemos el derecho a equivocarnos en los cruces, pero tenemos que levantar la cabeza para otear en el horizonte la meta, que no es otra que la de la santidad. No una santidad ideal construida a base de sueños, sino una santidad realista donde a cada tropiezo siga un intentarlo de nuevo, no por nuestra fuerza, sino porque "todo lo podemos en Aquél que nos conforta" (Filipenses 4, 13). Alguien dijo que la santidad no es un camino excesivamente difícil sino que es más bien un camino largo. El Padre Tomás Morales lo dijo con otras palabras: "no cansarse nunca de estar empezando siempre".

miércoles, 13 de abril de 2016

La vida es un regalo

La semana pasada cumplía años. Quizá el mayor obsequio que recibí fue el palpar, de nuevo, que la vida es un regalo. El recibir llamadas, mensajes, señales de personas que te quieren sin merecerlo es, sin duda, un gran regalo.

Cuando pienso en regalos siempre se me viene a la mente esa imagen tantas veces vista; la de un niño en navidades o en el día de su cumpleaños. Somos capaces de vislumbrar la escena con sólo ver el inicio: el niño que recibe el regalo, su cara que se ilumina con una sonrisa de oreja a oreja, se abalanza sobre el obsequio y arranca el envoltorio hasta descubrir el tesoro. Y ahí es cuando entra en escena la madre que, tras acariciar el pelo de su hijo y con una sonrisilla cómplice le susurra: "¿qué se dice?". La secuencia acaba con el niño levantando la mirada tras unos segundos de viaje interespacial en los que regresa de las nubes y entonces, dependiendo de la efusividad del niño, le da un abrazo, un beso o un sencillo "gracias" al regalante.


Siento que yo, al igual que el niño, también corro el riesgo de quedarme mirando absorto el obsequio y no ser capaz de levantar la mirada y agradecérselo al que me lo ha regalado. Más allá de lo material te vas dando cuenta al cumplir años que no hay mayor regalo que esas personas que están cerca en tu vida. Si las personas son el regalo, queda por desenmascarar al "regalante". Todo cuadra cuando reúnes todas las pistas. Se trata de ese que se escribe con mayúsculas, el que está en el origen y esperas encontrar al final, el que buscas en cada situación y del que muchas veces no vemos más que su sombra, el que te habla en el silencio, en tu día a día tantas veces gris, el que es... el que será.

La vida es un regalo. Un regalo con lazo y envuelto en papel. Un papel que hay que aprender a quitar día a día, para elevar la mirar al cielo y simplemente dejar escapar un susurro que retumba: ¡GRACIAS!

miércoles, 16 de marzo de 2016

Seguridades

Todos en esta vida buscamos seguridades. Algo a lo que agarrarnos en todo momento, una tabla de salvación que nos mantenga a flote en caso de naufragio, una corriente de viento que infle nuestras velas y nos lleve a buen puerto, tanto en medio de la tormenta como de una calma chicha. Pero no nos vale cualquier seguridad pasajera con fecha de caducidad; necesitamos seguridades estables, incondicionales y, desgraciadamente, no abundan en nuestra sociedad. 


Una fuente donde podemos buscar esa seguridad firme es en nuestras creencias, en nuestra fe. Muchas veces he escuchado de boca de cristianos palabras del tipo "tú tranquilo, confía en Dios", "todo va a salir bien", "todo se va a arreglar"... Y a veces me lleva a preguntarme si unos hábitos o costumbres (ir a misa los domingos, rezar, llevar una cruz al pecho...) nos pueden llegar a proteger de todo mal. Esto me parece peligroso, porque estoy convencido de que los católicos tenemos problemas (¡como todo el mundo!). Entonces, ¿esos hábitos no sirven?, ¿nos hemos equivocado en algo? 

Haciéndome estas preguntas me pasan un texto del Padre Arrupe (superior de los jesuítas en el pasado siglo) que me interpela:
"Tan cerca de nosotros
no había estado el Señor,
acaso nunca,
ya que nunca habíamos estado
tan inseguros
Algo de esto creo que quería decir San Pablo con sus conocidas palabras, "en mi debilidad Tú me haces fuerte" (2 Cor 12, 9). Son aparentes contradicciones; fortaleza - debilidad, cercanía de Dios - inseguridad. Creo que la experiencia cristiana no tiene tanto que ver con la seguridad como con la providencia: fiarnos de un Dios que nos ha creado, nos ama y es todopoderoso. Eso que sabemos tan de carrerilla, que está en nuestra cabeza, pero que debe bajar a nuestro corazón. Este bajar al corazón, de nuevo, no es tanto un esfuerzo sobrehumano que tenemos que hacer como una gracia que tenemos que mendigar.
Es en la relación con ese Dios providente donde encuentran sentido esos hábitos y costumbres de los que hablaba antes, pues no se trata de rituales vacíos sino de un diálogo con Dios. Si intentamos vivir así, Él será nuestra seguridad en medio de nuestras debilidades, limitaciones, dudas y problemas que (seguro) habrá. 


miércoles, 2 de marzo de 2016

Personas normales

Te animo a hacer un ejercicio sencillo, muy sencillo. Párate un momento y piensa, ¿cuántas personas normales conoces? Seguramente la primera respuesta que te viene a la mente es que muchas. Ahora da un paso más; pon caras, voces, nombres y apellidos a esas personas normales. Igual el número se reduce drásticamente y te sobran los dedos de las manos; al menos a mí me sucede. Y es que conforme pasa el tiempo más convencido estoy de que cada vez quedamos menos personas normales.




Es curioso, casi siempre que he dicho esta frase (siempre en un tono irónico, ¿eh?) la gente me responde diciendo: "ah, ¿entonces tú eres normal?". Dice Wikipedia que normal es "lo que se toma como norma o regla social, es decir, aquello que es regular y ordinario para todos". Sea como fuere a nadie le sienta bien que le digan que no es normal, más que nada porque si no eres normal se deduce que eres "a-normal". Vale que este apelativo suena a vocablo de patio de colegio rancio, a adjetivo infantil hiriente superado... pero sigue sin sentar nada bien, seguimos queriendo ser normales.

Pero cuando paras un poco, miras el mundo y ves cómo va, una semilla empieza a germinar muy adentro; ¿y si me atrevo a no ser lo que el mundo denomina normal? ¿Si me atrevo a no dejarme llevar por la corriente? A veces una sensación de vértigo te invade, como si estuvieses saltando de un avión sin paracaídas. Quizá hoy en día estamos muy poco preparados para que nos digan que no somos normales. Hoy, cuando las normas, lo que está bien y mal, lo marca  la opinión de la mayoría, no la verdad, más que nada porque no se cree que exista LA verdad. Como mucho existe MI verdad.

Y con estas ideas llegas a una aparente dicotomía, ¿normalidad o verdad? Un momento, ¿dicotomía?, ¿no se pueden conjugar las dos? Y ahí la semilla empieza a brotar con fuerza primaveral: mi norma como cristiano (la propia palabra lo dice) es Cristo, aquel que dijo que era el "camino, la verdad y la vida". Y recordemos de la definición anterior, normal es lo que se toma como norma. Es desde aquí desde donde tenemos que vivir nuestra "normalidad".

martes, 23 de febrero de 2016

Piensa globalmente actúa localmente

Decir que el mundo no va demasiado bien puede parecer una perogrullada; guerras por aquí, corrupción por allá, abusos de poder, gente que muere de hambre mientras otros nadan en la abundancia... Creo que todos podemos firmar el diagnóstico médico: este mundo está enfermo.


Otra cosa es que nos pongamos de acuerdo en las pastillas a recetar, en la solución a la enfermedad. Algunos proclamarán que habría que cambiar las políticas internacionales, hacerlas más rígidas; otros que más flexibles. Quizá subir los impuestos a "los ricos", prohibir la explotación de los trabajadores o fomentar el trabajo para todos bajando los impuestos... Podemos encontrar miles de opiniones, pero, que curioso, creo que casi siempre conjugadas en tercera personal del plural; siempre son otros los que deben cambiar. Al fin y al cabo, es bueno descargar nuestra conciencia de un peso así, es bastante cómodo dar soluciones que no nos hacen comprometernos. "Sí, sí, que nadie muera de hambre, que le quiten a 'los ricos' para dárselo a ellos", "es una vergüenza que haya gente pobre en la puerta de mi casa, además los pisos del ayuntamiento están vacíos"... la retahíla de sentencias de café puede ser interminable. Porque todos tenemos derechos, pero, parece, que muy pocos deberes.

A la hora de la verdad, ¿qué hacemos por sanar este mundo? Hay una frase que me gusta y  me compromete: "piensa globalmente, actúa localmente". O si prefieres ser más cool lo puedes decir en inglés: "think globally, act locally". Se usa en ámbitos del cuidado del medio ambiente, también en el mundo de los negocios... Yo la escuche la primera vez de los labios de San Juan Pablo II; nos invitaba a ver los problemas del mundo, pero no desde la barrera, sino actuando en nuestro entorno. Y no hay entorno más concreto para cada uno de nosotros que nosotros mismos. En el mundo hay violencia, de acuerdo; y yo ¿cómo reacciono cuando no consigo lo que quiero, cuando me veo despreciado por los demás? ¿Cómo miro al otro?, ¿quizá por encima del hombro?. Y así con todos los temas. Por tanto, si quieres cambiar el mundo, empieza por ti mismo. Como consecuencia lógica, si quieres que todo siga igual, sigue pensando/diciendo/argumentando... lo que otros deberían hacer, te lo aseguro, es más cómodo.



Estamos en cuaresma, tiempo propicio para plantearnos cambios en profundidad, para convertirnos. Si ponemos todo esto en palabras del evangelio creo que serían: "antes de sacar la mota de polvo del ojo de tu hermano mira la viga que tienes en el tuyo" (Mateo 7, 3-5). Ojo (nunca mejor dicho), con todo esto no quiero decir que no tengamos que intentar sacar la mota de polvo del otro, si no que primero tenemos que mirar nuestro ojo.

lunes, 8 de febrero de 2016

Regalos del día a día

Me encanta Salamanca. Es preciosa. Sus calles, su plaza Mayor, sus catedrales, sus iglesias y casas, su universidad, su frío seco de los días soleados de invierno... 

Estas pasadas navidades he pasado unos días en la capital charra. Estaba alojado en medio de un entorno privilegiado; entre las catedrales y el huerto de Calixto y Melibea (ya sabéis, los de la Celestina). Os pongo abajo una foto para que veáis lo que me encontraba cada vez que salía a la calle: al fondo podéis ver la torre de la catedral nueva y en primer plano el cimborrio románico (es lo que más me gusta de todo) y el ábside de la catedral vieja.



Muchas veces he pensado que me parecería un delito vivir en Salamanca, concretamente donde estaba alojado, y que cada día al salir de casa no quedarme pasmado mirando estas maravillas durante, al menos, 10 minutos. Y es que, en medio de nuestras prisas, podemos acostumbrarnos a vivir cosas extraordinarias en nuestro día a día y no darnos cuenta: regalos que Dios nos hace y que por falta de sensibilidad no los apreciamos y no los sabemos agradecer. 

No todos vivimos en Salamanca, pero pienso que hay muchos 'entornos' similares a este en cada una de nuestras vidas y que también corremos el riesgo de no apreciarlos. Quizá se trate de una obra artística como en este caso la que te debería hacer levantar la mirada y el corazón. O la letra de una canción. O quizá ese desayuno preparado al levantarte, esa conversación en la que compartes lo más íntimo y en la que te sientes escuchado, esa sonrisa que se te regala en mitad de una situación desconcertante y dolorosa... O, quizá, esa pequeña vela que arde y señala Quién es el que habita en esa 'cajita'. Porque podemos acostumbrarnos y no disfrutar de la locura de un Dios que se hace pan, lo más común y cotidiano. Un Dios que simplemente está, que siempre nos espera y se nos regala. Un Dios que ha dicho que su "delicia es estar con los hijos de los hombres" (Proverbios 8, 31).

lunes, 1 de febrero de 2016

La soledad es la patria de los fuertes, el silencio su bandera

"La soledad es la patria de los fuertes, el silencio su bandera"Esta frase últimamente golpea mi cabeza una y otra vez. Suave pero constante, como gota que cae de un grifo mal cerrado. Si soy sincero, creo que no llego a captar la profundidad de la frase. Es contundente, directa, tiene menos de 140 caracteres... podría ser una buena frase para twitter, pero me da que para mí, ahora, es algo más que eso.


A bote pronto, la soledad es un estado con una connotación muy negativa, todos huimos de ella. Pero a la vez, es curioso, creo que muchos apreciamos la grandeza de los que saben vivirla en plenitud. Nadie habla de la soledad, es tema tabú al que tenemos miedo en nuestra sociedad occidental; pero, por otro lado, cada vez estoy más convencido de que el miedo a la soledad es el motor que hace que tomemos muchas de nuestras decisiones, de las importantes y también de las cotidianas. Quizá detrás de ese 'ruido' constante en el que vivimos se esconda la necesidad de acallar el susurro de la soledad en nuestras vidas. Al fin y al cabo es más fácil ponernos nuestros cascos, subir el volumen y abstraernos que enfrentarnos a la realidad; más sencillo llenar nuestras agendas de compromisos, actividades y planes que preguntarnos con profundidad ciertas cosas; más cómodo dejarnos llevar por la corriente que luchar cual salmón contra lo "normal"... Me sorprende que en pleno siglo XXI, cuando declaramos a los cuatro vientos que 'somos libres', sea el miedo a la soledad el que condicione nuestras decisiones en muchas ocasiones.

No nos engañemos; para vivir la soledad hace falta tener fortaleza interior y, como reza la frasecita en cuestión, el silencio exterior es quien da señal de esa fortaleza. Cada vez estoy más convencido de que una de las maneras más seguras de no encontrar la verdad es no buscarla. Y hay veces que para buscarla necesitamos silencio, pararnos, pensar... Necesitamos soledad. Soledad y silencio, silencio y soledad. Van unidas.


En medio de mis limitaciones e incapacidades para vivir la soledad en plenitud una frase me llena de consuelo, me da fuerzas para intentar seguir nadando a contracorriente: "sabed que Yo estoy con vosotros todos los días". La soledad de la que hablo no significa necesariamente que estemos solos; quizá es que tenemos que aprender a vivir acompañados pero de una manera totalmente diferente a la que nos habíamos imaginado. Es vivir renunciando a algo bueno y que parece esencial al exterior por salvaguardar lo realmente imprescindible, lo nuclear, lo más vital. Es quemar las naves, es no mirar atrás, viviendo confiado. Pero, ojo, nunca desde el voluntarismo de "voy a vivirlo porque yo soy fuerte" sino sabiendo que es una gracia a pedir, suplicar, mendigar...

Y una última convicción que me asalta al abordaje estos días; en la medida en que seamos capaces de vivir nuestras soledades (que todos las tenemos) seremos capaces de poder vivir en plenitud, tanto con nosotros mismos como con los demás; plenitud con los otros, plenitud con El Otro.