jueves, 9 de junio de 2016

Dejarse hacer

Cuando comienzas un camino hacia una meta ambiciosa muchas veces te asaltan dudas. Me atrevo a decir que estas (las dudas) son directamente proporcionales a la altura de la meta. Y si la meta es nada menos que la santidad... las dudas serán a menudo tus compañeras de camino. Preguntas que asaetean tu cabeza y tu corazón como "¿merece la pena?", "¿estoy en el camino hacia la meta?", "¿santo yo, de verdad?"... y seguro que puedes completar una larga lista. 



Otras veces no son simplemente dudas las que te asaltan al abordaje, sino fracasos, decepciones y limitaciones que palpas en tu vida. Y en ese punto es donde podemos caer en dos peligros aparentemente opuestos. El primero es caer en un voluntarismo; si me lo propongo firmemente, si pongo todo mi corazón y todas mis fuerzas, yo puedo, tarde o temprano podré llegar a ser santo. Quizá el ardor de la juventud nos hace muchas veces caer por esta pendiente. Menos mal que muy a menudo la propia vida (Dios actuando en lo cotidiano) nos hace darnos de bruces con la realidad y volvemos, de nuevo, a constatar nuestra incapacidad.

El segundo peligro, quizá más sutil, es creer que sólo podemos llegar a la santidad por una actuación extraordinaria de Dios, que Él puede hacer el milagro y cambiar nuestra vida. Parece muy sobrenatural, ¿dónde está el peligro? Pues en que si la santidad consiste únicamente en una actuación de Dios nosotros podemos adoptar una actitud pasiva en nuestra vida. Al fin y al cabo, si yo no puedo y Dios tiene que hacer un milagro para que yo sea santo sólo me queda esperar a que esto pase. De aquí podríamos concluir que da igual lo que hagas, que Dios hará milagros y que eso es la santidad. 

Voy descubriendo que la llamada a la santidad es algo mucho más grande; es la conjunción de ambos extremos, de volver a intentarlo una y otra vez tras cada caída unido a que necesitamos que Dios haga 'milagros' en nosotros. Es dejarse hacer; no es simplemente que Dios haga, si no que nosotros le dejemos a Él que haga. Dios siempre respeta nuestra libertad, es sagrada para Él. Y esta actitud de intentar que sea Dios el que haga en nosotros no es pasiva, requiere que estemos atentos a las señales que Dios va poniendo en nuestras vidas y que le demos permiso a que vaya actuando, poco a poco, como rocío mañanero que cala la tierra. 



En el fondo, esto del dejarse hacer suena como si Dios nos dijera "no quiero que sea mi obra, ni la tuya, sino la de los dos". Tenemos una maestra e intercesora privilegiada en este camino; Aquella que ante la invitación de Dios respondío "hágase en mí según tu palabra".