jueves, 27 de septiembre de 2018

Viajar

Estoy convencido que si te preguntan por tus hobbies seguramente pienses instantáneamente: "viajar". Creo que eso te pasa a ti y al 98% de las personas. Vamos, que los seres humanos muchas veces nos creemos originales y muy pocas lo somos. 


Viajar... ¿qué tiene viajar que tanto nos gusta? Descubrir otras culturas, otros paisajes, otras costumbres. Quizá desconectar del cansancio rutinario, de la dictadura del reloj y del mandato de lo urgente. Posiblemente disfrutar de la compañía de personas a las que aprecias y con las que a lo mejor no puedes alargar las conversaciones diariamente más allá de un saludo, dos audios de WhatsApp o, en el mejor de los casos, un café pendiente desde hace meses.

En esta sociedad nuestra de la imagen pienso que otro factor muy importante por el que nos gusta viajar es poder enseñar las fotos de los sitios en los que hemos estado o contar las experiencias que hemos tenido. Al fin y al cabo, parece que, si no puedes mostrar dónde has estado y lo que has vivido, como que no merece tanto la pena.

Yo también puedo decir que me gusta viajar. No sé si tanto hacer turisteo, pero sí viajar, compartir autobús, avión, comida, litera o (mucho mejor) el cielo estrellado sobre los sacos de dormir. Y, ¿a qué viene esta entrada? Porque la vida me ha regalado estos últimos meses un gran viaje, la que considero la experiencia más grande que he vivido en mi vida.


A priori el verano estaba cargado de planes. Por motivos de cambio de perspectiva laboral, iba a tener muchas más vacaciones que ningún otro año. Pero la vida (Dios actuando a través de las circunstancias) tenía otros planes para mí: acompañar a mi padre durante sus últimos meses. ¿Qué experiencia se puede equiparar a perder horas hablando con tu padre en una habitación de hospital sobre lo humano y lo divino de la vida? ¿Qué paisaje es comparable al rostro de una persona tan querida que acepta y da gracias a Dios por la situación que vive aún cuando es muy complicada? ¿Qué comida por degustar puede tener el sabor de las lágrimas de emoción al constatar (una vez más) lo afortunado que has sido en la vida al tener a ciertas personas al lado en el camino?

Ojo, porque a veces podemos identificar una experiencia así solo con momentos puramente happys y nos podemos perder el gozo transformante de un dolor que tiene un sentido, de una paz inexplicable que te envuelve en medio de la prueba, de un vacío profundo como el abismo en el que te sientes y te sabes acompañado. Porque ha sido una experiencia muy grande, pero también muy dolorosa. La incertidumbre de hacia dónde va a ir todo. El no saber si cada adiós tras la breve visita en la UCI era un hasta luego o un hasta el cielo. El intentar pensar cómo íbamos a ser capaces de aprender a vivir sin mi padre. La impotencia no de poder hacer nada más que acompañarle y rezar con y por él...

Y aún en medio de esos momentos de dolor, sentir una gran paz y, sobre todo, un agradecimiento enorme a Dios por el gran regalo de la vida de mi padre. Por la vida y también por la muerte. Es muy curioso e incluso se me hace violento escribirlo así, pero hay algo dentro que me lleva a dar gracias a Dios también por su muerte, por haberle podido acompañar, por el grandísimo ejemplo de paciencia, de fe, de alegría en la prueba, de agradecimiento en una situación muy difícil... Es muy chocante cómo en medio de toda esta situación el dolor y el agradecimiento se mezclan de esta manera tan aguda y extrema.


Sin duda ha sido un viaje donde he podido contemplar el horizonte de la vida, donde he palpado hasta qué punto la gracia actúa y sostiene. Un viaje donde he cambiado el descubrir sitios nuevos por ahondar en el misterio de la vida y de la muerte. Un viaje sin necesidad de billetes ni reservas, pero donde había que pagar un precio: intentar mirar más allá del dolor humano, acercarte y palparlo. Y esto tiene un precio que muchas veces no estamos dispuestos a pagar. 

Unas vacaciones de las que apenas tengo fotos que enseñar, pero de las que espero guardar tantas cosas que he aprendido. Entre ellas, he constatado de manera práctica que todos tenemos un viaje pendiente al final de la vida. Y que lo más importante e interesante no es lo lejos a lo que viajemos, sino lo profundo a lo que lleguemos en nuestro viaje interior.

domingo, 3 de junio de 2018

Corpus Christi

Hay situaciones en nuestra vida que nos desconciertan y que nos duelen. Ante estas situaciones lo primero que intentamos es resolverlas, ayudar, cambiar el punto de mira... en definitiva, hacer algo para cambiarlas. Y eso está bien. Pero, de vez en cuando, hay realidades que se enquistan, que se mantienen en el tiempo o, simplemente, en las que ante las que somos impotentes e incapaces de poder hacer nada. En esos momentos puede parecer que la única salida es la huida: romper con determinadas personas o contextos, darlo por imposible, resignarnos y huir sin que cambie la situación pero manteniéndola, al menos, un poco más lejana en nuestra mente. Vamos, el típico espejismo engañoso del ojos que no ven, corazón que no siente. Porque, no nos engañemos, aunque los ojos no vean, el corazón sigue sangrando, aunque otros no puedan verlo, aunque lo haga en el silencio. Parece que, de manera natural, ante un problema reaccionamos de manera voluntarista, es decir, tratamos de resolverlo o, si lo vemos imposible, tratamos de huir. Pero podemos preguntarnos, ¿cabe otra actitud?


Con estos pensamientos me acercaba esta mañana a la oración. Hoy, día en que en la Iglesia celebramos el Corpus Christi, el día en el que agradecemos el gran misterio de un Dios presente a la vez que oculto, un Dios todopoderoso que se hace pan, lo más cotidiano, humilde, sencillo. A mí el que Jesús se haga pan y vino me parece una auténtica locura ante la que pido una doble gracia: por un lado la de profundizar en esa Presencia y vivir de ella y, por otro, la de no acostumbrarme a semejante locura, la de no asumir que es normal, porque es una locura, una locura de amor. 

Y es en esa Presencia donde descubro otra actitud a mantener ante esas situaciones que nos desconciertan y en las que no podemos hacer nada: la de ACEPTAR, la de ESTAR. Dios ha querido mostrarnos con un gesto concreto su Presencia y cumplir la promesa con la que acaba el evangelio de San Mateo (Mt 28, 20): "sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos". Es una Presencia que no es gratuita, que le ha costado el precio de su sangre, morir abandonado, sólo, como un proscrito, despreciado... Una Presencia que asume y ACEPTA hasta el final. Siempre me he preguntado qué debe sentir el Corazón de Cristo cuando acude a nuestros altares, alguna vez incluso a pesar de las manchas oscuras de las manos del Sacerdote que celebra o de la indignidad de los que nos creemos justos y le recibimos en medio de una gran hipocresía. Tantas veces nos preguntamos qué hace Dios ante el sufrimiento, ante tantas situaciones injustas y Él nos sorprende con su respuesta: ÉL AMA, ÉL ESTÁ. Jesús no ha venido al mundo a eliminar el sufrimiento, sino a darle sentido, a acompañarlo, a hacerse uno. Él ESTÁ, Él ACEPTA. 


Me decía una persona cercana hace pocos días que esta vida no es para buscarse cruces, sino para ACEPTAR las que Dios nos envía y descubrir en ellas el Amor con que Dios nos ama. Y creo que esa es una tercera vía ante esas situaciones que nos hacen sufrir y ante las que no podemos hacer nada: ESTAR, ACEPTAR y tratar de eliminar lo superfluo para descubrir a Dios que nos ama detrás de todo, de todos, siempre. Como nos lo enseña Cristo en la Eucaristía. Pero, de nuevo, todo esto no se trata de un voluntarismo ("voy a ESTAR, voy a ACEPTAR") sino de una gracia, porque vivir así requiere un amor tan grande que no puede surgir de nosotros, un amor que se nos tiene que ser regalado. No se trata de vivir desde nuestra generosidad porque esta se acaba, sino de vivir desde la gracia que tenemos que pedir, suplicar, mendigar: 

Danos un corazón que desaparezca con energía y constancia en las monótonas obligaciones de cada día, que acepte con amor los sufrimientos pequeños o grandes, pasajeros o persistentes. Un corazón limpio de egoísmo, sin sombra de vanidad, sin nieblas de sentimentalismo, tierno y apasionado para amarte sin medida. Un corazón amante sin exigir retorno, gozoso de desaparecer en otro corazón, que no se cierre ante la ingratitud, ni se canse ante la indiferencia. Un corazón que no olvide ningún bien, ni guarde rencor por ningún mal. Un corazón puro que inunde el mundo de Luz, de Amor, de Vida.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Heridas y sensibilidades

Creo que todos hemos tenido situaciones en la que hemos sentido que alguien nos ha hecho daño con sus palabras, su actitud o con su indiferencia. Momentos, situaciones, palabras, actitudes... que muchas veces de manera no intencionada nos han herido internamente. Generalmente son percepciones subjetivas y que dependen de la sensibilidad de la persona, así como de otros muchos factores que determinan el momento en el que se encuentra esta.



¡Cuántas veces un simple comentario o una mirada se nos clavan como un puñal en el corazón! Es ahí donde nace un pensamiento creo que bastante recurrente: "no se da cuenta del daño que me está haciendo". Pero yo llevo un tiempo intentando darle la vuelta a la cuestión, intentando salir de mi egocentrismo: ¿me doy cuenta yo de lo que conllevan mis actitudes, mis palabras, mis miradas... en la otra persona? Es decir, pasar del "¿no se da cuenta de lo que me duele esto?" a "¿soy consciente de lo que le hiere mi comentario, mirada, ausencia...?". Sin duda me cuesta ponerme en la piel del otro y salir de mis juicios, mi perspectiva y, sobre todo, de mis sentimientos.

Pero este cambio de mirada no es nada nuevo. Dice Mateo 7, 12: "todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella". Aunque decir esto no es difícil; lo difícil es vivirlo. Pero cuando ves que Quien lo dijo lo vivió, cambia el tema. ¿Cómo sería esa mirada de Jesús a Pedro tras negarle la noche de Jueves Santo? Mirada que perdona, que acoje, que restaura... sin recriminarle que le había negado poco antes a Él, a quien consideraba su amigo. ¡Qué gracia tan grande sería saber mirar así! Y necesitamos todavía más, ¡¡¡necesitamos dejarnos mirar así!!! ¿Acaso Jesús no buscó la mirada de Judas tras su traición? Pero quizá Judas no se quiso dejar alcanzar por esa mirada, quizá le pesó demasiado lo que había podido hacer sufrir a Ese Corazón y no fue capaz de perdonarse, creyó que no podía ser perdonado...

Cuando me asalte el pensamiento del tipo "no se da cuenta de lo que me está haciendo sufrir" otra persona me gustaría preguntarme: ¿soy consciente de lo que puedo estar haciendo sufrir yo a los demás? Sin duda el mundo, mi mundo más cercano, cambiaría.