domingo, 3 de junio de 2018

Corpus Christi

Hay situaciones en nuestra vida que nos desconciertan y que nos duelen. Ante estas situaciones lo primero que intentamos es resolverlas, ayudar, cambiar el punto de mira... en definitiva, hacer algo para cambiarlas. Y eso está bien. Pero, de vez en cuando, hay realidades que se enquistan, que se mantienen en el tiempo o, simplemente, en las que ante las que somos impotentes e incapaces de poder hacer nada. En esos momentos puede parecer que la única salida es la huida: romper con determinadas personas o contextos, darlo por imposible, resignarnos y huir sin que cambie la situación pero manteniéndola, al menos, un poco más lejana en nuestra mente. Vamos, el típico espejismo engañoso del ojos que no ven, corazón que no siente. Porque, no nos engañemos, aunque los ojos no vean, el corazón sigue sangrando, aunque otros no puedan verlo, aunque lo haga en el silencio. Parece que, de manera natural, ante un problema reaccionamos de manera voluntarista, es decir, tratamos de resolverlo o, si lo vemos imposible, tratamos de huir. Pero podemos preguntarnos, ¿cabe otra actitud?


Con estos pensamientos me acercaba esta mañana a la oración. Hoy, día en que en la Iglesia celebramos el Corpus Christi, el día en el que agradecemos el gran misterio de un Dios presente a la vez que oculto, un Dios todopoderoso que se hace pan, lo más cotidiano, humilde, sencillo. A mí el que Jesús se haga pan y vino me parece una auténtica locura ante la que pido una doble gracia: por un lado la de profundizar en esa Presencia y vivir de ella y, por otro, la de no acostumbrarme a semejante locura, la de no asumir que es normal, porque es una locura, una locura de amor. 

Y es en esa Presencia donde descubro otra actitud a mantener ante esas situaciones que nos desconciertan y en las que no podemos hacer nada: la de ACEPTAR, la de ESTAR. Dios ha querido mostrarnos con un gesto concreto su Presencia y cumplir la promesa con la que acaba el evangelio de San Mateo (Mt 28, 20): "sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos". Es una Presencia que no es gratuita, que le ha costado el precio de su sangre, morir abandonado, sólo, como un proscrito, despreciado... Una Presencia que asume y ACEPTA hasta el final. Siempre me he preguntado qué debe sentir el Corazón de Cristo cuando acude a nuestros altares, alguna vez incluso a pesar de las manchas oscuras de las manos del Sacerdote que celebra o de la indignidad de los que nos creemos justos y le recibimos en medio de una gran hipocresía. Tantas veces nos preguntamos qué hace Dios ante el sufrimiento, ante tantas situaciones injustas y Él nos sorprende con su respuesta: ÉL AMA, ÉL ESTÁ. Jesús no ha venido al mundo a eliminar el sufrimiento, sino a darle sentido, a acompañarlo, a hacerse uno. Él ESTÁ, Él ACEPTA. 


Me decía una persona cercana hace pocos días que esta vida no es para buscarse cruces, sino para ACEPTAR las que Dios nos envía y descubrir en ellas el Amor con que Dios nos ama. Y creo que esa es una tercera vía ante esas situaciones que nos hacen sufrir y ante las que no podemos hacer nada: ESTAR, ACEPTAR y tratar de eliminar lo superfluo para descubrir a Dios que nos ama detrás de todo, de todos, siempre. Como nos lo enseña Cristo en la Eucaristía. Pero, de nuevo, todo esto no se trata de un voluntarismo ("voy a ESTAR, voy a ACEPTAR") sino de una gracia, porque vivir así requiere un amor tan grande que no puede surgir de nosotros, un amor que se nos tiene que ser regalado. No se trata de vivir desde nuestra generosidad porque esta se acaba, sino de vivir desde la gracia que tenemos que pedir, suplicar, mendigar: 

Danos un corazón que desaparezca con energía y constancia en las monótonas obligaciones de cada día, que acepte con amor los sufrimientos pequeños o grandes, pasajeros o persistentes. Un corazón limpio de egoísmo, sin sombra de vanidad, sin nieblas de sentimentalismo, tierno y apasionado para amarte sin medida. Un corazón amante sin exigir retorno, gozoso de desaparecer en otro corazón, que no se cierre ante la ingratitud, ni se canse ante la indiferencia. Un corazón que no olvide ningún bien, ni guarde rencor por ningún mal. Un corazón puro que inunde el mundo de Luz, de Amor, de Vida.