lunes, 24 de abril de 2017

Resurrección: luz en nuestros fracasos

Hace unos días tuve una conversación a la que estoy dando muchas vueltas y me está ayudando mucho. Me comentaban la necesidad de orar sobre nuestros fracasos en la vida, de esas partes oscuras de nuestra vida que tantas veces escondemos o no queremos mirar. Esas limitaciones personales, errores que hemos cometido o situaciones que nos vienen dadas, en definitiva las regiones sombrías de nuestras vidas. La persona que me lo comentaba puede que tenga razones objetivas a nivel humano para ver muchos fracasos en su vida... ¡¡y quién no las tiene a nada que escarbe un poquito!! Situaciones familiares, amistades, enfermedades, a nivel laboral, vocacional o en cualquier ámbito de nuestra vida. El gris, o incluso el negro, muchas veces tiñen el lienzo de nuestra existencia.


Con estas ideas llegaba a la Semana Santa. Y claro, con este tema dando vueltas en mi cabeza te das cuenta que Jesús también vivió esos fracasos. ¡Qué abismo de misterio el poder asomarte a Su corazón en la última cena cuando sabía que iba a ser entregado por uno de sus íntimos y a la vez el deseaba "ardientemente comer esta pascua" (Lc 22, 15)! Como entender lo que supuso la aceptación de todo lo que iba a suceder en la oración de Getsemaní o el sentir la lejanía del Padre en la cruz, abandonado de todos. Estamos tan acostumbrados a ver la cruz con un halo de romanticismo, quizá como una muestra de amor 'bonito', que no podemos vislumbrar la derrota y el fracaso humano tan enorme que suponía el morir como un proscrito, como un enemigo del pueblo, abandonado, azotado, maldecido... Jesús sufrió el fracaso más grande que podemos imaginar.

Pero... Esta vez queda un pero: Él había prometido que resucitaría a los tres días. Lo había dicho con anterioridad, pero el dolor y la oscuridad del fracaso impedían a los discípulos esperar, confiar y creer. Y Dios cumplió su promesa. Una vez más. La luz del Resucitado iluminó misteriosamente todo lo vivido el Jueves, el Viernes y el Sábado Santo. Y lo que no tenía sentido y era un gran fracaso se convierte en fuente de Salvación, en la manifestación definitiva de que la muerte no es el final, de que el Amor vence al mal, de que el Amor siempre (SIEMPRE) triunfa.

Ahora queda volver a nuestras vidas, marcadas como decíamos al principio por la limitación, los fracasos y la oscuridad tantas veces. Situaciones en la que se nos pide aceptar cosas que no entendemos y vivirlas con pasión (Jueves Santo), vivir en medio del escarnio y de la confusión del corazón el fracaso (Viernes Santo) o en el silencio de la derrota (Sábado Santo). Y, de nuevo, en medio de todo esto necesitamos confiar en que el Amor SIEMPRE triunfa, vivir tantas frases evangélicas que nos sabemos de carrerilla en la cabeza pero que hay que bajar al corazón: "venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera" (Mt 11, 28-30), "sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos" (Mt 28, 20), "os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33)...


En definitiva se trata de volver a recorrer el camino de los discípulos en la Pascua: dejar que la luz de Cristo resucitado ilumine nuestras oscuridades, nuestros fracasos y limitaciones. Porque sólo la luz del Domingo de Resurrección puede iluminar las sombras de los Viernes Santos de nuestras vidas.